diagnóstico precoz
Ir al colegio no me supuso trauma que yo recuerde. Fui, y punto. Pero una cosa es estar, y otra distinta aparecer. Y yo aparecía, pero no estaba, aunque era. Y esta mezcla dio el siguiente fruto: un día, a los dos meses más o menos de empezar el curso, la monja alférez llamó a mi madre para hablar con ella. El asunto: que yo no hacía nada. Y nada era nada. Ni rellenaba las hojas que había que rellenar, ni coloreaba lo que había que colorear, ni hablaba, ni nada de lo que se supone que define la normalidad en esas circunstancias. El diagnóstico: que yo era un poco retrasada (el poco lo pongo yo como atenuante poético). Mi madre no se lo tomó muy mal y puso en marcha su legendario razonamiento práctico. Le pidió a la forense del intelecto infantil un muestrario de hojas con tareas y dijo: - en casa las hace.
Al día siguiente le llevó al colegio todas las hojas rellenas. – Y en un momento (la apostilla).
- Es que no sabía tratarte, dice hoy, como eres tan...
Poco más tarde fui la primera merecedora del libro de lectura.
Recuerdo con nitidez que después de las vacaciones de navidad, llevé al colegio una muñeca, no para enseñarla, ni para compartirla, sino para que me acompañara. Porque a mí las muñecas en general no me gustaban mucho, pero esa sí, esa era distinta. Tenía un gorro y una lamparita de irse a dormir en la mano, y si le apretabas la barriga, hablaba. Y los ojos grandes. La monjil profesora se acercó a nosotras y me preguntó: ¿habla? – Sí, si le aprietas la barriga. Y vi la mano acercarse para comprobar. Dije: - No la toques. Y retiró la mano en una fracción de segundo.