Cuando te metes (porque hay sitios donde entras y hay sitios donde te metes) a ver un partido de fútbol (de cuyo nombre es mejor no acordarse) en un bar en el que el colmo del estilismo es enseñar una barriga (por decir algo) cuyo volumen desborda las dimensiones del polo que intenta guardarla y ofrecer una vertiginosa panorámica de espaldas de un, vamos a llamarlo así, culo, puedes esperar que pasen cosas, claro. Pero a veces las previsiones se ven superadas.
Al principio, el interés estaba en averiguar por qué el segundo camarero llevaba once días sin hablarse con su mujer, luego en contar cuántas veces un descamisado y descalzado émulo de Mark van der Loo a lo puerco sería expulsado del bar, más tarde en preguntarse cuántos minutos seguidos puede estar un equipo en el campo sin jugar a nada parecido al fútbol, hasta que...
Primero, los antecedentes: con estos oídos privilegiados y esta vocación por el cotilleo, llamémosla interés por los sucesos circundantes, ya estaba en nuestro conocimiento de espectadoras que esa misma tarde le habían robado la moto al hijo del propietario y cuidador de esa barriga hipnótica, con la indignación que estos actos de rapiña urbana le causan a uno. Fin de los antecedentes.
De repente, suena el tubo de escape de un ciclomotor. El sonido es reconocido al instante por la parroquia. Lo siguiente: salen a la calle, corriendo los que podían, se oye la moto aterrizar sobre el asfalto, con el ladrón encima, imagino. El dueño de la moto llega con el torso al aire dispuesto a impartir justicia y venganza, y nada mejor para ello que vaciar (ante todo que no haya salpicaduras) un vaso de la barra y salir con él en la mano, un niño gordo intenta participar en la pelea y le rompen la camiseta intentando separarlo del peligro, y el más creativo de todos, entra en el bar, se mete hasta la cocina, y sale con un cuchillo cebollero firmemente agarrado pero sin ostentación.
Ahí se queda el plano fijo hasta que se nos desvían los ojos otra vez hacia la puerta, el malhechor no sólo no ha huido sino que ha vuelto armado con un bate de beisbol, una mujer todo rosa fucsia grita desaforada, el niño gordo se revuelve, y el camarero con dificultades conyugales detiene al del cuchillo con una frase gloriosa: "el cuchillo no, que tiene mis huellas".
Eso nos dio el pie perfecto para salir discretamente y sin pagar por una puerta lateral. Y en el lateral nos quedamos observando hasta que pareció que las armas y el aguerrido delincuente desaparecían. Pensamos que ese sería un buen momento para entrar, pagar, y ver los cinco últimos minutos del partido.