
Empecemos diciendo que ya estoy enganchada, aunque tratándose de una persona (yo) con esta (tan grande) tendencia al enganchamiento en general podamos pensar que no es un dato significativo. Pero lo es. Prison break es la antítesis de las series de voz en off. Intriga (qué hermoso concepto), síncopes, sufrimiento y un poco de romance (pero que no se pasen). Y luego están los actores, hasta he sido capaz de sobreponerme al inicial minidisgusto al ver a Robin Tunney en el reparto. A mí ver a Peter Stormare me tranquiliza, aunque esté cogiendo a alguien por el cuello (algo habrán hecho) o coordinando una ceremonia de amputación sin inmutarse. Y también me causa un gran recocijo atisbar a Patricia Wettig orquestando maldades al teléfono. Para que aprendamos que la conspiración no está reñida con la eficaz preparación de ensaladas. Luego me entero de que no va a estar en la segunda temporada, así es la vida del adicto televisivo, un continuo de oes, ayes,cómos y noes desgarrados.
Y esto es lo que pasa, que cuando el artefacto funciona y te pregunta: ¿estás dispuesta a ver 48 (cifra ejemplo) capítulos sobre uno que atraca un banco para que lo metan en la misma cárcel en la que su hermano espera que lo sienten en la silla eléctrica, y así poder salvarle la vida preparando una fuga contrarreloj mientras oscuros intereses gubernamentales los acechan?, la única respuesta posible es sí, por favor y gracias.
Y con todo esto no es que se me olvide que tengo demasiado sitio en el sofá, en la cama, y en el resto de huecos que me sobran ahora, pero parlotear siempre está bien. Aunque sin huecos sería/es infinitamente mejor (todo).